Tic, tac.
Un intenso viaje hacia el interior del jardín de las hadas (que en nuestro mundo desapasionado de adultos serios, vagando entre lo cotidiano, llamamos el jardín de la Iglesia), nos hizo entrar en contacto con la magia profunda, y allí anduvimos durante lo que parecieron horas.
Tic, tac.
No había hadas, pues estaba el sol todavía, pero podía percibirse su presencia mágica, durmiente, y si se miraba con precisión podía vislumbrarse sus casitas entre los troncos de los árboles más retorcidos. De pronto, una de ellas apareció, tic, tac, batiendo sus brillantes y blanquecinas alas de oropel, y nos advirtió de que algo súbito estaba por venir. Y todo se truncó: tuvimos que salir huyendo pues un inesperado invierno antinatural nos alcanzó; por ese motivo nos desplazamos hacia el Castillo de Hielo (que no era sino la Casa de Cultura, cuya torre del homenaje coincidía, en su imaginación, con las escaleras de la esquina que da a la parte alta de las butacas). Allí nos enfrentamos a los monstruos del hielo, y tuvimos para ello un espíritu inquebrantable.
Y vencimos.
Tic, tac.
Fue así como Sherezade fue proclamada Reina del Hielo, y adquirió poderes que le permitirían enfrentar futuras adversidades.
Tras tan renombrada hazaña, nos encaminamos rumbo norte en una misión secreta de reconocimiento del territorio, y subimos la cuesta hacia el Concejo de la villa. Habían algunas personas por el camino real (espías, probablemente, que nos seguían en nuestro cauto caminar), tic, tac, así que tuvimos que escondernos en una cueva (la entrada con escaleras a Claus y Broques).
Y allí, al socaire del paso del tiempo, quedamos. Allí, mirando de frente al Tiempo y su lento transcurrir, quedamos, protegidos de los enemigos, mirando el tic-tac de mi reloj, escuchando de forma abstraída y completa cómo los mecanismos del artilugio hacían mover las manecillas hacia el futuro, imparable, imprevisible, inquebrantable.
Tic, tac, tic, tac.
Ella me miró como sorprendida, y sonrió. Había sentido por un instante la magia en estado puro, y yo me había percatado: la presencia plena de su atención, puestos todos sus sentidos en el tic tac del reloj. Y había desaparecido el resto de cosas que circundaban y bailaban a su alrededor.
A su alrededor.
Fue una mañana cualquiera, paseando con ojos soñadores entre lo común y corriente, entre lo fútil y lo intranscendente, pero en sus ojos erraba una luz, y en su viso, y en sus motas pardas había escintilantes hebras de una máquina que no dejaba de producir; una máquina tejedora de sueños y productora de los más avanzados telares de la imaginación.
Mi productora de sueños. Mi promotora de fantasía.
Mi hija, mi niña.
Mi sol.
Un intenso viaje hacia el interior del jardín de las hadas (que en nuestro mundo desapasionado de adultos serios, vagando entre lo cotidiano, llamamos el jardín de la Iglesia), nos hizo entrar en contacto con la magia profunda, y allí anduvimos durante lo que parecieron horas.
Tic, tac.
No había hadas, pues estaba el sol todavía, pero podía percibirse su presencia mágica, durmiente, y si se miraba con precisión podía vislumbrarse sus casitas entre los troncos de los árboles más retorcidos. De pronto, una de ellas apareció, tic, tac, batiendo sus brillantes y blanquecinas alas de oropel, y nos advirtió de que algo súbito estaba por venir. Y todo se truncó: tuvimos que salir huyendo pues un inesperado invierno antinatural nos alcanzó; por ese motivo nos desplazamos hacia el Castillo de Hielo (que no era sino la Casa de Cultura, cuya torre del homenaje coincidía, en su imaginación, con las escaleras de la esquina que da a la parte alta de las butacas). Allí nos enfrentamos a los monstruos del hielo, y tuvimos para ello un espíritu inquebrantable.
Y vencimos.
Tic, tac.
Fue así como Sherezade fue proclamada Reina del Hielo, y adquirió poderes que le permitirían enfrentar futuras adversidades.
Tras tan renombrada hazaña, nos encaminamos rumbo norte en una misión secreta de reconocimiento del territorio, y subimos la cuesta hacia el Concejo de la villa. Habían algunas personas por el camino real (espías, probablemente, que nos seguían en nuestro cauto caminar), tic, tac, así que tuvimos que escondernos en una cueva (la entrada con escaleras a Claus y Broques).
Y allí, al socaire del paso del tiempo, quedamos. Allí, mirando de frente al Tiempo y su lento transcurrir, quedamos, protegidos de los enemigos, mirando el tic-tac de mi reloj, escuchando de forma abstraída y completa cómo los mecanismos del artilugio hacían mover las manecillas hacia el futuro, imparable, imprevisible, inquebrantable.
Tic, tac, tic, tac.
Ella me miró como sorprendida, y sonrió. Había sentido por un instante la magia en estado puro, y yo me había percatado: la presencia plena de su atención, puestos todos sus sentidos en el tic tac del reloj. Y había desaparecido el resto de cosas que circundaban y bailaban a su alrededor.
A su alrededor.
Fue una mañana cualquiera, paseando con ojos soñadores entre lo común y corriente, entre lo fútil y lo intranscendente, pero en sus ojos erraba una luz, y en su viso, y en sus motas pardas había escintilantes hebras de una máquina que no dejaba de producir; una máquina tejedora de sueños y productora de los más avanzados telares de la imaginación.
Mi productora de sueños. Mi promotora de fantasía.
Mi hija, mi niña.
Mi sol.