Sacude la cabeza, cierra los ojos.
Mientras te meces.
Los saltos, poseídas las piernas por la música, son inconstantes y desmedidos, y junto a ti los demás chicos, meciéndose como masas de sargazos embriagados por la locura melódica de un acorde mayor, que grita, a su público libre.
¿Sabes?, los griegos lo llamaban el lado dionisíaco del alma humana. Así que disfrútalo, disfrutad juntos del concierto de rock hechizando vuestras almas.
Ey, chico, salta y vuela alto, hasta donde puedas llegar con tus manos, y vuela lejos en la imaginación que habita en tu mente embriagada, embebida de cantos metálicos que ahondan ahora en tu corazón. Escucha la música de tu interior que acompañan los acordes, y no dejes espacio para que nadie te cambie, no permitas que te transformen las voces siseantes de afuera, no consientas que hagan de ti lo que ellos quieren, pues temen lo que representas: la libertad que ellos no tuvieron, la que ellos aún ahora no tienen, porque no pudieron en su momento, porque fueron niños y fueron hombres sin transición, porque cayeron en el sistema de trabajo demasiado jóvenes, porque tuvieron miedo, qué importa eso para tu yo presente.
Chico, estás cansado de esas voces que sisean; voces que te llaman vago, haragán, y te gritan «¡búscate un trabajo!» Y tú saltas más fuerte, y te arde la sangre, ¡y te quema la piel!
Y te llaman hippie, heavy, punky o gótico o rastafari o perroflauta o chancli «¿dónde vas así?», y te llaman yipi, bohemio de la vida, rapero… o te dicen choni con total derecho a controlarte, a juzgar tu forma de expresarte y experienciar la vida como más te place, a tu manera, olvidando que eres un individuo, y tú saltas embriagado, muy alto y muy fuerte, en tu concierto de música libre, para reivindicarle al mundo la existencia de tu identidad única, irrepetible, indomable, en tu espacio para la juventud.
Y siguen murmurando y murmurando.
En tu mente.
Y las oyes ocultas tras los bajos que suenan por los altavoces: dicen que eres un nini por ser hijo de la crisis o por cuestionar los sistemas societales de trabajo y la vacua sociedad de consumo que arde, muriendo agonizante presa de su propia indigestión. ¡Crisis! ¡Crisis!
«¿Por qué saltas? —te dicen, indignadas voces —, ¿por qué no acatas las normas?, ¿por qué no creces de una puta vez —baladran— y te pones a trabajar?, ¿por qué no te dejas de gilipolleces, y abandonas esa conducta inmadura?, ¿por qué no haces lo que es normal? ¡Madura! ¡Madura!»
Normal.
«Normal» es el nombre de la prisión, una cárcel para la mente del que se muestra diferente. No hay culpables. No hay víctimas. Solo conducta inconsciente.
—¿Y mi derecho a elegir? —preguntas entre saltos acompañados de eléctricas guitarras que rabian junto a tu alma errante.
Y de pronto, como si de un hechizo se tratase, las voces siseantes ya no hablan ni se indignan ni juzgan tu conducta. De pronto ya no presionan tu mente ni ejercen su imposición sobre ti. De pronto no hay concierto ni eléctricas voces. De pronto no hay música.
De pronto no hay nada.
Es el momento de elegir tu vida. Sea cual sea.
Tu vida.
Mientras te meces.
Los saltos, poseídas las piernas por la música, son inconstantes y desmedidos, y junto a ti los demás chicos, meciéndose como masas de sargazos embriagados por la locura melódica de un acorde mayor, que grita, a su público libre.
¿Sabes?, los griegos lo llamaban el lado dionisíaco del alma humana. Así que disfrútalo, disfrutad juntos del concierto de rock hechizando vuestras almas.
Ey, chico, salta y vuela alto, hasta donde puedas llegar con tus manos, y vuela lejos en la imaginación que habita en tu mente embriagada, embebida de cantos metálicos que ahondan ahora en tu corazón. Escucha la música de tu interior que acompañan los acordes, y no dejes espacio para que nadie te cambie, no permitas que te transformen las voces siseantes de afuera, no consientas que hagan de ti lo que ellos quieren, pues temen lo que representas: la libertad que ellos no tuvieron, la que ellos aún ahora no tienen, porque no pudieron en su momento, porque fueron niños y fueron hombres sin transición, porque cayeron en el sistema de trabajo demasiado jóvenes, porque tuvieron miedo, qué importa eso para tu yo presente.
Chico, estás cansado de esas voces que sisean; voces que te llaman vago, haragán, y te gritan «¡búscate un trabajo!» Y tú saltas más fuerte, y te arde la sangre, ¡y te quema la piel!
Y te llaman hippie, heavy, punky o gótico o rastafari o perroflauta o chancli «¿dónde vas así?», y te llaman yipi, bohemio de la vida, rapero… o te dicen choni con total derecho a controlarte, a juzgar tu forma de expresarte y experienciar la vida como más te place, a tu manera, olvidando que eres un individuo, y tú saltas embriagado, muy alto y muy fuerte, en tu concierto de música libre, para reivindicarle al mundo la existencia de tu identidad única, irrepetible, indomable, en tu espacio para la juventud.
Y siguen murmurando y murmurando.
En tu mente.
Y las oyes ocultas tras los bajos que suenan por los altavoces: dicen que eres un nini por ser hijo de la crisis o por cuestionar los sistemas societales de trabajo y la vacua sociedad de consumo que arde, muriendo agonizante presa de su propia indigestión. ¡Crisis! ¡Crisis!
«¿Por qué saltas? —te dicen, indignadas voces —, ¿por qué no acatas las normas?, ¿por qué no creces de una puta vez —baladran— y te pones a trabajar?, ¿por qué no te dejas de gilipolleces, y abandonas esa conducta inmadura?, ¿por qué no haces lo que es normal? ¡Madura! ¡Madura!»
Normal.
«Normal» es el nombre de la prisión, una cárcel para la mente del que se muestra diferente. No hay culpables. No hay víctimas. Solo conducta inconsciente.
—¿Y mi derecho a elegir? —preguntas entre saltos acompañados de eléctricas guitarras que rabian junto a tu alma errante.
Y de pronto, como si de un hechizo se tratase, las voces siseantes ya no hablan ni se indignan ni juzgan tu conducta. De pronto ya no presionan tu mente ni ejercen su imposición sobre ti. De pronto no hay concierto ni eléctricas voces. De pronto no hay música.
De pronto no hay nada.
Es el momento de elegir tu vida. Sea cual sea.
Tu vida.