El lenguaje. Es ese tamiz por el cuál convergen nuestros pensamientos bañados de emociones, es el intento de expresar lo inexpresable: los sentimientos, las creencias, los ideales. Es ese lenguaje tan acotado, tan imperfecto y, sin embargo, tan necesario, el que ingenuamente creemos dominar, el mismo lenguaje que en realidad nos domina a nosotros, el que impone los confines a la expresión. Como decía Wittgenstein: “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Tomando entonces al lenguaje como una necesidad insoslayable para comunicarnos, me doy cuenta de que somos a veces presas de un engaño, una superchería producida por nuestro inconsciente condicionado por nuestras vivencias pasadas que se consolidan en una complicada maraña de prejuicios.
Política.
Es esa palabra tan enigmática…
Es la controversia en sí, la sospecha, la indignación para la gente.
Nuestro cerebro ha aprendido a defenderse de ella, a recibirla inquisidoramente, a relacionarla mecánicamente: “política”, “engaño”, “corrupción”, “culpables”, “amiguismos”, “estafa”,
Pero está luego el idealista del lenguaje que ve en cada palabra lo que hay, su significado más amplio, más allá de los prejuicios, y les busca un sentido denotativo y práctico. Es esa gente a la que admiro. Mi intención no es juzgar a los que se dejan llevar por sus arraigados prejuicios, sino encumbrar a los que no lo hacen. Esa gente que dice “vamos a hacer política”, y lo hacen para conseguir llevar a cabo sus ideales, y se juntan a charlar en torno a una causa noble. Política es razonar conjuntamente sobre las relaciones sociales a través del lenguaje, y es hacerlo tomando un café en la cafetería, charlando sentados en el salón junto a la chimenea, esperando en la cola de la carnicería, de la panadería, de la pescadería; política es conversar entre la algarabía del mercado, cambiar percepciones sentados en el banco del parque, en los encontronazos de los cruces entre las calles; política son las conversaciones en las redes sociales, es la parla entre los zapateros y marmolistas almorzando en el bar, es la conversación entre fontaneros, electricistas, los casi extintos encofradores, los debates entre vigilantes de seguridad en los relevos, los intercambios de visiones entre policías, profesores, entre funcionarios del ayuntamiento, entre concejales… Política somos todos porque todos tenemos el poder de cambiar las directrices que nos gobiernan. Lo decía Sócrates en la antigua Grecia, Einstein en Alemania, Krishnamurti en la India y lo pensó Ortega y Gasset en España: para que el mundo cambie, es necesario cambiarse primero a uno mismo. La revolución política, entonces, radica en ese sentimiento, en la toma de conciencia en uno mismo, en no dar nada por sentado, en tomar cartas en el asunto, en no en entregar a otros el poder, sino en formar cada uno de nosotros parte de ese poder; sentimiento que irremediablemente transmitiríamos a nuestros hijos, e iría en ellos inherente una comprensión profunda de qué son en realidad para la sociedad, de la densa responsabilidad que tienen y que tenemos como votantes y de que se acabó, de una vez por todas, ese cliché, insidia del lenguaje, del “yo paso de la política” que nos aparta del conocimiento, de nuestra verdadera posición de fuerza en nuestro pueblo, en nuestra provincia, en nuestra comunidad y en nuestro país, que nos acerca peligrosamente al individualismo y encerramiento interno, y nos aleja del lugar que ocupamos en el orbe como seres humanos sociales de conciencia libre.
Yo creo en vuestros ideales, Veïns de Monòver.
Política.
Es esa palabra tan enigmática…
Es la controversia en sí, la sospecha, la indignación para la gente.
Nuestro cerebro ha aprendido a defenderse de ella, a recibirla inquisidoramente, a relacionarla mecánicamente: “política”, “engaño”, “corrupción”, “culpables”, “amiguismos”, “estafa”,
Pero está luego el idealista del lenguaje que ve en cada palabra lo que hay, su significado más amplio, más allá de los prejuicios, y les busca un sentido denotativo y práctico. Es esa gente a la que admiro. Mi intención no es juzgar a los que se dejan llevar por sus arraigados prejuicios, sino encumbrar a los que no lo hacen. Esa gente que dice “vamos a hacer política”, y lo hacen para conseguir llevar a cabo sus ideales, y se juntan a charlar en torno a una causa noble. Política es razonar conjuntamente sobre las relaciones sociales a través del lenguaje, y es hacerlo tomando un café en la cafetería, charlando sentados en el salón junto a la chimenea, esperando en la cola de la carnicería, de la panadería, de la pescadería; política es conversar entre la algarabía del mercado, cambiar percepciones sentados en el banco del parque, en los encontronazos de los cruces entre las calles; política son las conversaciones en las redes sociales, es la parla entre los zapateros y marmolistas almorzando en el bar, es la conversación entre fontaneros, electricistas, los casi extintos encofradores, los debates entre vigilantes de seguridad en los relevos, los intercambios de visiones entre policías, profesores, entre funcionarios del ayuntamiento, entre concejales… Política somos todos porque todos tenemos el poder de cambiar las directrices que nos gobiernan. Lo decía Sócrates en la antigua Grecia, Einstein en Alemania, Krishnamurti en la India y lo pensó Ortega y Gasset en España: para que el mundo cambie, es necesario cambiarse primero a uno mismo. La revolución política, entonces, radica en ese sentimiento, en la toma de conciencia en uno mismo, en no dar nada por sentado, en tomar cartas en el asunto, en no en entregar a otros el poder, sino en formar cada uno de nosotros parte de ese poder; sentimiento que irremediablemente transmitiríamos a nuestros hijos, e iría en ellos inherente una comprensión profunda de qué son en realidad para la sociedad, de la densa responsabilidad que tienen y que tenemos como votantes y de que se acabó, de una vez por todas, ese cliché, insidia del lenguaje, del “yo paso de la política” que nos aparta del conocimiento, de nuestra verdadera posición de fuerza en nuestro pueblo, en nuestra provincia, en nuestra comunidad y en nuestro país, que nos acerca peligrosamente al individualismo y encerramiento interno, y nos aleja del lugar que ocupamos en el orbe como seres humanos sociales de conciencia libre.
Yo creo en vuestros ideales, Veïns de Monòver.
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