La esquina está a oscuras mientras camino. Suenan cucharas y platos del restaurante de la otra calle. Mesa reservada para uno.
Con aquellos aires de habitual del local saludo con donaire, acodado en la barra. Huele a habas y caracoles en salsa.
Tinto de verano, por favor.
Y acude la hermosa camarera, solícita, y me planta un botellín, vaso ancho con hielo, una rodaja de limón y una sonrisa primorosa. Nos miramos cómplices, con esa connivencia mutua de quienes arrastran una gran historia. Se marcha hacia la cocina con esa mágica táctica del gremio de camareros de caza: sonrisa de frente, de lado -casi indiferente -, mirada después hacia otro lado; marchándose a otra cosa dejando a la pobre víctima, lúgubre y dependiente, pensando, ingenuos: ¡qué preciosa!
Ya en mi mesa en la terraza, tan típica del verano, sosteniendo el tinto cerca de mis labios escucho irremediablemente el monótono bordoneo de los comensales con sus historias. Un «que a mí me se pertenecen estos bancales porque sí», muy acalorado, un «le pegué una raquetá en el pádel…», cuarenta y tantos «ya te digo» e innumerables palabas malsonantes, tan de nuestra parla.
-¿Ta llamao la Irene? -escucho de una chica, de prosodia melodiosa, pelo negro cobalto recogido con negligencia en una coleta, ojos saltones, y labios finos y crueles.
-Pos sí -contesta otro. Y comienza como un torrente a soltar palabras sin pausas en un intento de explicar lo que «la Irene» la ha dicho o le ha dejado de decir.
Yo, absorto en la inmensidad de las redes sociales, o quizás evadiéndome en ellas, no presto atención, pues siguien hablando, despotricando sobre este o aquel, que si que mierda esto o lo otro.
La camarera vuelve y toma nota. Ya sabe lo que quiero.
Y mientras la veo marchar mirando su figura, dando un tiento al vino, no puedo dejar de escuchar esa frase tan nuestra, tan de pueblo, que tanto me exaspera. Que tanto me revienta:
-A saber en qué se gasta el dinero -dice la chica aún joven, ya sin salvación, cínica y con aires de maruja de peluquería, de cola de carnicería, de terraza de cafetería.
-Yo que sé… -contesta el otro, perdida la mirada calle abajo, hacia el parque, con el semblante indiferente, encogiendo los hombros, ecuánime.
Y es que, en estos pueblos del interior corre una inquina y una malicia oculta entre la gente; un control obsesivo por conocer los detalles de cada cuál: pásame el informe de tu familia y el currículo de tu vida, y entra. Bienvenido al pueblo, querido.
Y entonces recuerdo lo que un hombre sabio y respetable me dijo una vez. No era filósofo, licenciado en derecho o historiador; solo era un hombre humilde, perfeccionista, mundano y siempre abstraido trabajador. Mecánico de coches -recuerdo -y remanente de un antiguo árbitro de fútbol de primera división.
-Nunca saques cuentas de los demás -me dijo un día con esa tesitura solemne.
Y qué razón tenía, pienso ahora, pues no hay nada más veleidoso que el dinero que cambia de mano en mano por segundos. ¿Y a quién le importa lo que haga cada cuál con el suyo propio, o con su vida personal?
Y ahí siguen despotricando cuando termino mi cena y pago la cuenta con ese gesto casi mecánico de sacar la cartera del bolsillo posterior. Les lanzo una mirada furtiva, quizás admonitoria, a los pueblerinos procaces, y me marcho por la calle recoleta, a la esquina a oscuras y su silencio.
Gracias.
Carrito de compra
parece que tengo un rival…jeje me encanta como expresas una situación tan campechana y natural con tantos detalles y por otro lado me siento alagada puesto que voy a estudiar historia y a los historiadores los has comprado con sabios filósofos ;P es fantástico el trabajo que haces. Soy tu fan y seguidora a partir de ya ^^