Este es mi artículo para el nuevo número de ‘Monóvar’, la revista de la AEM.
De pronto se abrió el telón, rasgándose en mil pedazos desde el centro y hacia afuera, y los jirones carmesíes que quedaron se incendiaron con impetuosidad hasta que se consumieron en el aire. Tras el silencio apareció un joven anhedónico, sin pasión, sin motivación, sin esperanzas.
Sin alma.
Estaba solo y encorvado en un escenario oscuro y lúgubre. El público, que no se había inmutado lo más mínimo con su aparición, comenzó a murmurar y a señalarlo con el dedo. «¡Vago!», gritaron desde el fondo del patio de butacas, rompiendo el silencio; «no trabaja ni hace nada», murmuró una señora de la primera fila; «¡estudia para ser algo en la vida!», exhortó de pronto un señor que se había levantado desde el anfiteatro y que, según su contradictoria fisonomía y su gesto descompuesto, mientras lentamente se sentaba, parecía haber dicho una mentira o haber comprendido un grave error de su afirmación.
Entonces levantó el joven la cabeza y se dispuso a decir algo, y ya con la boca entreabierta y un dedo a medio erguir, alguien del público, con gesto admonitorio, le reprendió por su incompetencia.
«¡Vago!», «¡nini!», «¡inútil!».
Y con ello el público demudó en una muchedumbre ensordecedora de réplicas y críticas, y él de pronto en llanto.
Otro telón escarlata cayó desde la parrilla, desplegándose en sesgo y sin parar de moverse por el escenario como una serpiente belicosa, como con vida propia, y dejando ver tras su baile incesante que ahora había una joven también llorando, junto al chico, en el escenario. Y una melodía sombría ocultó el bordoneo constante de la algarabía.
Iban apareciendo más jóvenes tras los pliegues de terciopelo, y ahora nadie lloraba, sonreían a medias vestidos unos de pizzeros, camareros o peones de fábrica y otras de aparadoras o limpiadoras del hogar. La muchedumbre, que hasta ahora había unido sus voces como si del rugido de un león se tratase, fue menguando en vehemencia y asintiendo complacidos, y la melodía pasando de acordes menores a otros mayores.
Los jóvenes ya no eran tan jóvenes tras un frenético viraje del telón, y algunos se habían atrevido a cogerse de las manos formando parejas, y en sus miradas, y en sus sonrisas y ademanes parecía entreverse el furor del amor romántico con los visos de una parcial y frugal felicidad.
Por fin, el público, complacido, se fue silenciando mientras una de las jóvenes vestida con una bata de aparadora a cuadros se dispuso para, al fin, hablar. Y con la palabra en la garganta el hombre que la cogía de la mano la hizo, con un ademán sutil, callar. Y ella calló, oscureciéndose tras ello como una sombra, y algunos en el público se complacieron por el gesto, otros expulsaron una risotada, la mayoría, sin embargo, enmudeció.
La función estaba a punto de comenzar; todo estaba listo, pues: los jóvenes, que por muy poco se convirtieron en pensantes libres de algún tipo de utópica sociedad, representaban ahora la precariedad laboral, un papel que el público había exigido imperativo desde las butacas, para darle continuidad y vivir por ellos una vida productiva a expensas de sus propios anhelos, sueños o deseos, vagando estos entre conciertos de música rock; la aparadora con su precario salario en una mano encallecida, víctima de una doble explotación, por otro lado, cada vez más pasiva y transigente, se había convertido en una sombra proyectada por el falo de su hombre con su precario sueldo privilegiado de varón, en la otra.
Con súbito estruendo el telón salvaje se detuvo, como agarrado por cuatro cuerdas invisibles, y los muchachos desaparecieron tras de él, la música cesó de sonar y el público también de murmurar.
Y tras un silencio eterno y una oscuridad abisal las luces de los focos se encendieron, y al fin el público, esta vez expectante y entusiasmado, aplaudió con sonrisas cínicas como máscaras de cenicienta piel: habían moldeado a su gusto aquella función y a sus actores como si de una aplicación de móvil entre sus manos se tratase, pues ellos eran quienes habían pagado con su propio dinero, se habían dicho a sí mismos, por lo que tenían el derecho, y el poder, para tomar las decisiones sobre ellos y por ellos.
Entonces, y solo entonces, el telón estaba listo para abrirse como debía hacerlo: tirado por cuerdas a modo de riendas por la sociedad desigual. Y se abrió el telón.
Como en un mal chiste.