Érase una vez una pequeña ballena azul, que nadaba y nadaba entre manadas de delfines, vainas de orcas y bancos de bolsas de plástico.
Así comenzaba la historia de la primera ballena libre, el mismo día en que el hombre conoció las propiedades energéticas de un líquido chicloso que sustituyó al aceite de ballena para prender lámparas y velas.
Como los balleneros ya no acechaban por doquier, la ballena disfrutó de su libertad condicional jugando con los delfines, riñendo a veces con las orcas. Pero con los plásticos comenzó una relación especial, bailando con ellos al son, pues iluminaban el mar como lámparas con esa capacidad de capturar el esplendor de la superficie, y ella bailaba, bailaba sin parar rodeada de linternas como en un gran salón.
Como no sabía diferenciarlas, confundía a las bolsas con medusas, así que se llevaba a la boca tanto unas como otras. Y así, alimentándose de plancton, bolsas y medusas, creció y creció de tamaño, y también lo hizo el número y la forma de los plásticos en el mar. Entonces, empezaron a ser las medusas las que se confundían con miles de bolsas. Cada vez más plásticos, y el mismo océano, y fue comiendo y acumulándolos, poco a poco, en su gran cavidad estomacal.
Y empezó a atragantársele tanta condicionada libertad.
Dos lustros después, en un día como otro cualquiera, de interno tormento y retortijón, de pronto, se disparó, certero y sin avisar, el primer arpón. La quilla de un barco había asomado en la superficie, retrocediendo el tiempo a una época como la que vivieron sus ancestros, de caza y persecución.
—¡Plástico!, ¡plástico!, ¡plástico! —oyó canturrear a los modernos piratas balleneros, con patente de corso, tripulando barcos con placas solares por velas, que ya no buscaban aceite para lámparas, como antaño, sino el plástico de los estómagos que se había ido acumulando en las ballenas.
El mundo se había quedado sin petróleo y ya no podían fabricar plásticos para pajitas, cubiertos o gafas de sol; para cepillos de dientes, chicles, cuchillas de afeitar, envases, sillas, manivelas, enchufes o botellas… así que empezaron a recogerlo del mar, hasta que también se terminó, y luego actuaron con creatividad.
De esta manera se acabó la libertad condicional, y se echaron los piratas a la mar, volviendo al estado natural de las cosas: cazando otra vez ballenas; en esta ocasión, para recuperar el plástico surgido del petróleo, que había venido a liberar a la ballena. Y, de esta manera, limpiaron el océano, como buenos samaritanos, para fabricar más bolsas y más vasos que poder tirar y volver a comprar.
Ese fue el final de la última ballena libre, en libertad condicional.
Fin.
Crítico, tierno, desesperanzador y profético. Un cuento para chicos y para los que no lo somos tanto.
Mil gracias por tu comentario. Siempre da un empujón a esa parte oscilante que es la motivación por seguir escribiendo. Un abrazo