Había una vez una flor que fue polinizada por un hada nocturna. Esta gestó un fruto encantado de un escintilante celeste, y de él surgió un bucle temporal infante, torpe en su lento girar, que fue creciendo y creciendo de superficie, virando cada vez con más intensidad.
El bucle se alimentaba de su entorno, creando una racha de viento y el levantar de la hojarasca en un vendaval unidireccional, que daba vueltas y más vueltas en torno a él.
El bucle de tiempo se hizo más grande, y a través de él podía atisbarse el pasado y el futuro del bosque encantado, entreverados. El pasado se vislumbraba frondoso y con mucho esplendor, donde las sílfides y los gamos, donde los duendecillos a lomos de frenéticas ardillas correteaban de acá para allá a su antojo; el futuro, sin embargo, aparecía gris, devastado por la tala y el fuego interesado, la tierra yerma, y a través de ella el paso de las máquinas por encima de los animales muertos.
Tras mucho observar y observar, la misma hada que creó el portal, ya anciana, decidió cerrarlo para siempre. Se había pasado la vida observando el bucle, y concluyó que el pasado le traía la añoranza y la melancolía de la juventud; que el futuro le hacía sentir miedo, desesperanza, pues tanto el bosque como la magia y los animales de su manto acabarían desapareciendo.
Para siempre.
Había decidido, tardíamente, que sería al presente y no a otro tiempo, a quien permitiría espolear sus emociones.
Y desde entonces vivió sin pesares, hasta su plácida muerte. Y el bosque continuó esplendoroso por muchos, muchísimos años más.
Hasta que, un día, llegaron la máquina y la industria, como el bucle predijo, y poco a poco todo desapareció por entre el fuego, la tala y el paso de las máquinas por la tierra yerma.