Aún es de día cuando me dirijo al oeste por una nacional sinuosa que discurre junto a la sombra de la sierra. Recuerdo de memoria cada curva escabrosa en el camino, aunque me sigue pareciendo un entorno agradable rodeado de colinas y montañas, peñascos y desfiladeros.
Llego al puesto sin prisas y empiezo servicio cuando el sol ya se pone tras la montaña ultrajada de la cantera. En este lugar, con este tipo de material, el sol no es un aliado, pienso. Cuando este está en lo alto y es reflejado en el mármol de marfil todo se vuelve bruñido, cándido y molesto.
Por eso asiento complacido ante la esplendorosa puesta de sol tras la montaña de un astro vencido que repliega su halo pernicioso para volver a lacerar de muy temprana mañana, cuando yo me haya ido.
En mi opinión prefiero la luz de la luna. Tan dulce y plateada como en los sueños. Ella confiere intimidad, cegando de negro los puntos clave para el desempeño del trabajo.
La noche siempre fue atractiva para ese «otro lado» que todos tenemos. Las sombras esconden secretos que solo en la tiniebla surgen vanidosos y henchidos, para volver a su silencio con la llegada del amanecer. En una dilatada oscuridad la vista se vuelve ágil y sensitiva y ello hace apreciar los detalles a tener en cuenta.
Esta noche la luna no es más que un remanente de su esplendor y la temperatura es tan estable y agradable, que no me queda más que abandonarme a la voluptuosidad de la noche que ofrece el momento.
A lo lejos veo la hilera de luces de bronce del pueblo, de farolas y casas, campos y parques, todo en una refulgente maraña.
Una luz solitaria se desliza veloz en el plano horizontal, hacia el pueblo, hacia las casas, y me imagino mil historias de aquel que viaja en ella. ¿Será un hombre?, ¿una mujer? ¿Será aquella misteriosa lucecita sin nombre, por un enrevesado casual, una irremplazable pieza en las entrelazadas vicisitudes de mi destino incierto? Nadie responde pero ella sigue hacia el pueblo sin saber que yo pienso en su vida, en su historia, trivial o transcendental, pero una historia única que lo identifica como individual.
Se pierde entre el pueblo, desaparece. Quizás para siempre. O quizás no.
Realizo una ronda -yendo a otra cosa -y vuelvo a la luz de los focos por entre naves y maquinaria, vehículos enormes, coches todoterreno, rampas, casetas y herraje apilado -o amontonado sin orden ni concierto en algunos casos -. Mientras camino y observo, cauto y atento, me hallo a menudo entre sombras y luz, caminando entre tanto aparato de ingeniería industrial. Por ello saco la linterna de led de mi cinturón y acompaño mis pasos con claridad diáfana, enfocando al silencio propio de la noche: las chicharras incansablemente molestas, el peculiar ladrido del zorro que más bien se asemeja a un grito, los grargeos espeluznantes de los pájaros nocturnos y el correteo de liebres y conejos por entre herbazales de olivardas, mijeras, salsolas y avena loca que huyen de perros y gatos salvajes, a la vez enfrentados en su enemistad instintivo ancestral.
A partir de cierta hora clave, todo son sombras extrañas para la mente ociosa, y más extraños sonidos por todas partes. Pero al final las sombras son sombras. Son vacuas. Son inocua nada.
Miro hacia la cantera a mi derecha, hacia la «escalera», como me gusta llamar por la forma que tiene escalonada hacia el mismo centro, hacia el centro genuino de la montaña.
Las luces iluminan los tajos a lo lejos y las maquinarias pesadas profusas de focos, como mounstruos mecánicos moviendose con pesadez y fuerza, gruñen y rasgan con garras de acero los escombros de una montaña desgastada.
La imagen es abrumadora, pienso aquí abajo, sintiéndome pequeño ante aquel despliegue de magnificencia.
Vuelvo hacia la garita mirando las estrellas cuando entro en un estrecho en penumbra. Las observo y, como siempre, suspiro, con aquel aire soñador que siempre vivió en mí.
Estrellas y sosiego y la estampa de un pueblo iluminado a lo lejos son mi noche de lunes.
Noches de vigilancia, de pluma y, por vicio y placer, a salud vuestra, café caliente, arábico y dulzón.
Gracias por ser partícipes, susurro mientras humea la taza.
Por eso asiento complacido ante la esplendorosa puesta de sol tras la montaña de un astro vencido que repliega su halo pernicioso para volver a lacerar de muy temprana mañana, cuando yo me haya ido.
En mi opinión prefiero la luz de la luna. Tan dulce y plateada como en los sueños. Ella confiere intimidad, cegando de negro los puntos clave para el desempeño del trabajo.
La noche siempre fue atractiva para ese «otro lado» que todos tenemos. Las sombras esconden secretos que solo en la tiniebla surgen vanidosos y henchidos, para volver a su silencio con la llegada del amanecer. En una dilatada oscuridad la vista se vuelve ágil y sensitiva y ello hace apreciar los detalles a tener en cuenta.
Esta noche la luna no es más que un remanente de su esplendor y la temperatura es tan estable y agradable, que no me queda más que abandonarme a la voluptuosidad de la noche que ofrece el momento.
A lo lejos veo la hilera de luces de bronce del pueblo, de farolas y casas, campos y parques, todo en una refulgente maraña.
Una luz solitaria se desliza veloz en el plano horizontal, hacia el pueblo, hacia las casas, y me imagino mil historias de aquel que viaja en ella. ¿Será un hombre?, ¿una mujer? ¿Será aquella misteriosa lucecita sin nombre, por un enrevesado casual, una irremplazable pieza en las entrelazadas vicisitudes de mi destino incierto? Nadie responde pero ella sigue hacia el pueblo sin saber que yo pienso en su vida, en su historia, trivial o transcendental, pero una historia única que lo identifica como individual.
Se pierde entre el pueblo, desaparece. Quizás para siempre. O quizás no.
Realizo una ronda -yendo a otra cosa -y vuelvo a la luz de los focos por entre naves y maquinaria, vehículos enormes, coches todoterreno, rampas, casetas y herraje apilado -o amontonado sin orden ni concierto en algunos casos -. Mientras camino y observo, cauto y atento, me hallo a menudo entre sombras y luz, caminando entre tanto aparato de ingeniería industrial. Por ello saco la linterna de led de mi cinturón y acompaño mis pasos con claridad diáfana, enfocando al silencio propio de la noche: las chicharras incansablemente molestas, el peculiar ladrido del zorro que más bien se asemeja a un grito, los grargeos espeluznantes de los pájaros nocturnos y el correteo de liebres y conejos por entre herbazales de olivardas, mijeras, salsolas y avena loca que huyen de perros y gatos salvajes, a la vez enfrentados en su enemistad instintivo ancestral.
A partir de cierta hora clave, todo son sombras extrañas para la mente ociosa, y más extraños sonidos por todas partes. Pero al final las sombras son sombras. Son vacuas. Son inocua nada.
Miro hacia la cantera a mi derecha, hacia la «escalera», como me gusta llamar por la forma que tiene escalonada hacia el mismo centro, hacia el centro genuino de la montaña.
Las luces iluminan los tajos a lo lejos y las maquinarias pesadas profusas de focos, como mounstruos mecánicos moviendose con pesadez y fuerza, gruñen y rasgan con garras de acero los escombros de una montaña desgastada.
La imagen es abrumadora, pienso aquí abajo, sintiéndome pequeño ante aquel despliegue de magnificencia.
Vuelvo hacia la garita mirando las estrellas cuando entro en un estrecho en penumbra. Las observo y, como siempre, suspiro, con aquel aire soñador que siempre vivió en mí.
Estrellas y sosiego y la estampa de un pueblo iluminado a lo lejos son mi noche de lunes.
Noches de vigilancia, de pluma y, por vicio y placer, a salud vuestra, café caliente, arábico y dulzón.
Gracias por ser partícipes, susurro mientras humea la taza.