Los mismos coches. La misma gente. Debieron de poner las calles pronto, presto y exactamente iguales, incluyendo el conjunto de los del bar y los de los bancos que parece que se los llevaron con el asfalto, y los pusieron de nuevo tras el relente.
El pueblo despierta.
El gran pequeño Monóvar: tedioso pueblo acogedor, denso, plomizo, arraigado, desvergonzado y eterno paraje de los de siempre, de los de: «quiero irme fuera a vivir» que acaban por decir: «qué bien se estaba allí, en mi pueblo, con mi gente»
Ya sabéis: ese tipo de pueblos que nadie comprende pero que algo tiene.
Es por la mañana cuando me dejo caer por el lado oeste que llega en declive desde una pendiente pronunciada, protegida por uno de esos radares fijos. Ese que hace levantar el pie, siempre.
Aquí todo es «siempre» en esta rutina de pueblo.
A estas horas de la mañana no se puede esperar que nadie sonría, desde luego, pero cuánta melancolía hay en sus caras, igual que en la mía, seguramente, me digo mientras piso llano por entre las rotondas de acceso con olivos o hileras de palmeras, como barbacanas de entrada a un castillo. Por suerte hay un atajo por la calle Mayor que lleva al antiguo convento y al mercado por calles estrechas y concurridas de caras largas, para evitar la avenida de la Ronda Constitución y sus semáforos desesperantes con patrón de turno triple, o cuádruple.
A mi izquierda queda un bar con la misma mirada repetida como en un circuito cerrado diario de los mismos hombres. No saludan, claro, para eso sería necesario poner mucha tierra de por medio. Encontrártelos en Puntacana, como poco. Pero sí siguen el coche con la mirada como si no me tuviesen más aborrecido que yo a ellos. Más allá calcorrean los pasos de los peatones de siempre: señoras asidas a las cinchas de sus bolsos como estribos de carruaje y un cigarrillo en la mano; hombres con bolsas y bocadillos de ignotos ingredientes, también fumando; estudiantes apresurados por llegar a clase con la pantalla de los móviles abstrayendo su atención. Sobra decir que fumando, no voy a meterme.
Qué peligrosos eran los mp3, decían, para los chavales por la calle. Casi mejor que andar tecleando por el whatsapp o el twitter mientras caminan.
Callejeando, digo, calle Sant Joan abajo entre cafeterías con terrazas que abren ahora y panaderías que ya llevan faena desde la madrugada. Tan puntual el de los ciegos, saluda amablemente en la esquina con la avenida de la Comunidad Valenciana, el hombre, con su simpatía arraigada, arrecie el frío o el relente, la calina o la «basca», como decimos aquí. Que no le quiten el puesto estratégico, vamos.
Al girar por la calle Maestre Don Joaquín y enfilar calle abajo ya con demasiado sueño para estas calles tan estrechas, paso por la Casa de Cultura y su patio de mármol pulido circundado de pilares que se asienta en el declive de la calle con escaleras adaptándose al terreno, frente a la calle Azorín. Ya pocos prestan atención a este lugar obsoleto desde la era digital, aunque de sentimientos arraigados para algunos.
El pueblo despierta, como narraba, mientras llego a mi piso arrendado con ansias de cama, preso de mi ciclo nocturno, mientras se llena de vida la puerta del colegio solariego Cervantes a la sombra de los pinos bicentenarios y las falsas pimientas tras la verja pintada de carmesí; mientras abren la carnicería y el supermercado, y se monta una buena algarabía.
Desde esa calle con nombre Pare Juan Rico, se advierte la colina entre edificios modernos que domina el pueblo, en lo alto, despuntando sobre ella el castillo en ruinas. No debe de ser casualidad, me digo, que me trasladase a esta calle con vistas al medievo deprimente, pues de ese muro, vestigio de un antiguo castillo medieval, fue señor el infante Don Juan Manuel de Castilla, hermano de Alfonso el Sabio. Y no sólo fue un poderoso político y guerrero, sino que fue un gran escritor de prosa castellana y representativo de la ficción, con su libro «El conde Lucanor». Le imagino allí, en las almenas de la torre del homenaje mirando la villa y a las calles con casas de adobe, piedra y madera, transitadas de caballos y carros. Le imagino apoyado en la piedra mirando a esta rúa en concreto, quizás, buscando las palabras que contestaran con acierto la pregunta del conde Lucanor a su consejero Patronio, bailando en su mente las letras, con mirada ausente, acariciándose la barba, intentando dar atino a su prosa. Quizás, digo, puesto que fue señor de muchas tierras además de estas.
Ahora sólo queda un muro del castillo: unas ruinas, y ningún recuerdo.
Ahora les toca escribir a otros, le dije desde la calle el día que me trasladé, bagaje en mano, a nuestro antiguo señor de la villa de hace más de seiscientos años, que sobre la torre del homenaje miró solemne hacia las calles de Monóvar, la Monóvar de siempre.
El pueblo despierta.
El gran pequeño Monóvar: tedioso pueblo acogedor, denso, plomizo, arraigado, desvergonzado y eterno paraje de los de siempre, de los de: «quiero irme fuera a vivir» que acaban por decir: «qué bien se estaba allí, en mi pueblo, con mi gente»
Ya sabéis: ese tipo de pueblos que nadie comprende pero que algo tiene.
Es por la mañana cuando me dejo caer por el lado oeste que llega en declive desde una pendiente pronunciada, protegida por uno de esos radares fijos. Ese que hace levantar el pie, siempre.
Aquí todo es «siempre» en esta rutina de pueblo.
A estas horas de la mañana no se puede esperar que nadie sonría, desde luego, pero cuánta melancolía hay en sus caras, igual que en la mía, seguramente, me digo mientras piso llano por entre las rotondas de acceso con olivos o hileras de palmeras, como barbacanas de entrada a un castillo. Por suerte hay un atajo por la calle Mayor que lleva al antiguo convento y al mercado por calles estrechas y concurridas de caras largas, para evitar la avenida de la Ronda Constitución y sus semáforos desesperantes con patrón de turno triple, o cuádruple.
A mi izquierda queda un bar con la misma mirada repetida como en un circuito cerrado diario de los mismos hombres. No saludan, claro, para eso sería necesario poner mucha tierra de por medio. Encontrártelos en Puntacana, como poco. Pero sí siguen el coche con la mirada como si no me tuviesen más aborrecido que yo a ellos. Más allá calcorrean los pasos de los peatones de siempre: señoras asidas a las cinchas de sus bolsos como estribos de carruaje y un cigarrillo en la mano; hombres con bolsas y bocadillos de ignotos ingredientes, también fumando; estudiantes apresurados por llegar a clase con la pantalla de los móviles abstrayendo su atención. Sobra decir que fumando, no voy a meterme.
Qué peligrosos eran los mp3, decían, para los chavales por la calle. Casi mejor que andar tecleando por el whatsapp o el twitter mientras caminan.
Callejeando, digo, calle Sant Joan abajo entre cafeterías con terrazas que abren ahora y panaderías que ya llevan faena desde la madrugada. Tan puntual el de los ciegos, saluda amablemente en la esquina con la avenida de la Comunidad Valenciana, el hombre, con su simpatía arraigada, arrecie el frío o el relente, la calina o la «basca», como decimos aquí. Que no le quiten el puesto estratégico, vamos.
Al girar por la calle Maestre Don Joaquín y enfilar calle abajo ya con demasiado sueño para estas calles tan estrechas, paso por la Casa de Cultura y su patio de mármol pulido circundado de pilares que se asienta en el declive de la calle con escaleras adaptándose al terreno, frente a la calle Azorín. Ya pocos prestan atención a este lugar obsoleto desde la era digital, aunque de sentimientos arraigados para algunos.
El pueblo despierta, como narraba, mientras llego a mi piso arrendado con ansias de cama, preso de mi ciclo nocturno, mientras se llena de vida la puerta del colegio solariego Cervantes a la sombra de los pinos bicentenarios y las falsas pimientas tras la verja pintada de carmesí; mientras abren la carnicería y el supermercado, y se monta una buena algarabía.
Desde esa calle con nombre Pare Juan Rico, se advierte la colina entre edificios modernos que domina el pueblo, en lo alto, despuntando sobre ella el castillo en ruinas. No debe de ser casualidad, me digo, que me trasladase a esta calle con vistas al medievo deprimente, pues de ese muro, vestigio de un antiguo castillo medieval, fue señor el infante Don Juan Manuel de Castilla, hermano de Alfonso el Sabio. Y no sólo fue un poderoso político y guerrero, sino que fue un gran escritor de prosa castellana y representativo de la ficción, con su libro «El conde Lucanor». Le imagino allí, en las almenas de la torre del homenaje mirando la villa y a las calles con casas de adobe, piedra y madera, transitadas de caballos y carros. Le imagino apoyado en la piedra mirando a esta rúa en concreto, quizás, buscando las palabras que contestaran con acierto la pregunta del conde Lucanor a su consejero Patronio, bailando en su mente las letras, con mirada ausente, acariciándose la barba, intentando dar atino a su prosa. Quizás, digo, puesto que fue señor de muchas tierras además de estas.
Ahora sólo queda un muro del castillo: unas ruinas, y ningún recuerdo.
Ahora les toca escribir a otros, le dije desde la calle el día que me trasladé, bagaje en mano, a nuestro antiguo señor de la villa de hace más de seiscientos años, que sobre la torre del homenaje miró solemne hacia las calles de Monóvar, la Monóvar de siempre.