Lo que esconde la frialdad

   Frialdad. Ese mal que abunda entre personas, que crece y se explaya queriendo quedarse para siempre. Está hecho de silencio, de bruma, de palabras que quebrantaron hace mucho por la frivolidad de las horas, los días, los años. Es una barrera infranqueable -eso hace: venderte engaños -, es un muro introspectivo que abunda, que crece y se extiende, que se sujeta y se ensaña cruelmente en la más profunda e incomprensible mismidad.
   Esa frialdad.
   Y sin embargo, hay personas que lo piensan objetivamente, se vuelven prácticos, y la vencen. Por ellos mismos, por los demás que están en torno y sienten el frío que los hace ser distantes, aunque no necesariamente indiferentes.
Dicen que pronunciar un «te quiero» es una tontería, es innecesario; dicen que «para qué, si ya lo sabe»; ingenuos que piensan muy seguros «no hace falta decirlo».
   Y pasan los meses, los años. Y se vuelven extraños hasta los más queridos compañeros, primos, padres, hermanos.
   ¿Qué piensa?, ¿qué siente?, ¿qué anhela?
   Son nuestros allegados, y están ahí siempre, tan cerca, tan lejos, a una simple frase que rompa el hielo con un te quiero, un te he echado de menos, un estoy orgulloso de ti, un me alegro por tu buena manera de actuar, por ser tan fuerte y alegre, paciente, pragmático y firme. Tan íntegro para afrontar tribulaciones o disfrutar de las victorias y alegrías.
   Aunque no haga falta decirlo.
   Te quiero. Siempre.

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