La otra Historia

   En el principio de la mercantilización -ver artículo anterior al respecto -, entre los siglos XVIII y XIX la clase capitalista fue adueñándose de los medios de producción antes en manos feudales, y surgió progresivamente un modelo de trabajo de transición entre la agricultura y la artesanía, y la producción fabril industrial más propia del siglo XIX, y este fue el «putting out system». Este modelo de trabajo de transición consistía en un servicio de manufactura en casa por parte del trabajador o trabajadora el cuál era provisto de los materiales necesarios por el capitalista (origen de, por ejemplo, las aparadoras del zapato en casa). Estos trabajadores, aún no proletarizados, obtenían la mayoría de los bienes necesarios para su supervivencia no del sueldo por las manufacturas al capitalista sino de las tierras comunales (tierras y bosques del reino que podían ser utilizadas por todos, donde dar de comer a animales, coger bayas y plantar alimentos, hilo para coser, para hacer esparto, plantas medicinales, leña para calentarse, agua del río, etc, sin que pasase por un mercado) y de las tierras en propiedad «relativa» de los propietarios que en época de barbecho era tierra para el pasto de animales de la gente humilde, y esta vida autogestionada la combinaban con unas horas de trabajo manufacturero para el capitalista que le pagaba con dinero, consiguiendo con ello que se integrasen en el mercado pues necesitaban dinero para pagar impuestos desde la creación del mismo.
   Conforme fueron pasando los años y la mercantilización progresó fructíferamente las tierras comunales, que no se podían vender por ser de todos, fueron vendiéndose y desapareciendo con la desamortización por la presión de la alta burguesía sobre el Estado y sus deudas, quedando en manos de los burgueses capitalistas que las puderon entonces comprar, y las cercaron y las pusieron a producir masivamente con el cultivo cuatrienal sin barbecho o método norfolk y la monopolización de los cultivos; esto y la consolidación de la propiedad «absoluta» donde el propietario podía privar de las tierras a los agricultores incluso en épocas improductivas, acabó con esa autogestión. Fue así que al expropiar los medios por los cuales los personas podían conseguir por sí mismos la mayoría de los bienes para su supervivencia, éstos fueron perdiendo autonomía en pro de la dependencia al capitalista y del trabajo manufacturero, el putting out system, y de la creación de los talleres y fábricas donde, entonces sí, pudieron de veras controlar la producción enfocada a la exportación y la venta masiva en base a la división en el trabajo, la desigualdad y la explotación. Nació entonces el proletario.
   Desposeídos de cualquier posibilidad de acceder a los bienes necesarios para su supervivencia por su propia mano, a las personas ya solo les quedó su fuerza de trabajo para vender, y depender por entero del trabajo en casa, los talleres o las fábricas de los burgueses para acceder a esos bienes por mediación del dinero, en un mundo, donde el mercado se había generalizado y el dinero era la única forma de sobrevivir. Esto llevó a un gran dilema moral. ¿Qué se hace con los que no trabajen, si se ha privado a todo el mundo, a los que trabajen y a los que no, de conseguir lo necesario para su vida por sus propios medios, es decir, las tierras comunales y el derecho a usar las tierras en épocas de barbecho? Pregunta que cabe hacerse después de un razonamiento obvio que se deduce de hurgar un tanto en la Historia: Jamás en la Historia ha habido trabajo para todos. Aquellos que no puedan acceder al trabajo por una sencilla razón aritmética, y que a su vez han sido privados de las tierras comunales de todos, ya sea que hables de la España profunda o de las costas de Nigeria, sencillamente, quedan en la periferia del sistema; pobres, vagabundos, bandidos, les llamaron, y así solucionaron un problema grave, introduciendo los valores del capitalismo tales como el amor ideológico por la propiedad privada y una legislación que la acompañara, privando con esto de la tierra a la mayoría en pro de una minoría capitalista, la competitividad salvaje a codazos o la meritocrácia, donde el ser humano que encontraba trabajo y progresaba obtenía el derecho a la vida y a mayores o menores lujos y el que no, no lo obtenía; obtenía sin embargo el repudio de una sociedad fría que ha llegado hasta hoy.
   Hoy, sin embargo, nos vemos en una etapa del capitalismo en la que éste se ve presionado a cambiar el capital variable (los trabajadores) por capital fijo (las máquinas), por la necesidad de bajar costes y seguir aumentando una productividad que ya no aumenta, acercándose peligrosamente cada vez más a la creación de riqueza ficticia en el mundo financiero y la economía de casino. Más máquinas, más automatismo, más seres humanos en paro para el futuro y unos capitalistas con menos capacidad de extraer plusvalor; vagabundos, mendigos, bandidos, que son y serán controlados en la periferia del sistema mediante el acercamiento a las derechas y al ecofascismo no comandado por minorías marginales sino por partidos políticos democráticos virando al autoritarismo deslucido, luchando por el control de los recursos y la vida buena para los que puedan, sustentándose en la meritocrácia, mediante el uso de la fuerza legalizada por el bien de una parte pudiente de la ciudadanía. Algo que sin duda está en la base de las decisiones tomadas sobre la valla de Ceuta y Melilla, las deportaciones en caliente, las concertinas con cuchillas y los africanos pobres que intentan cruzar a España, o el trato inhumano de los refugiados en Europa.
    Es una historia compleja donde el centro de todo es el capitalismo que de todo se adueñó quedando pocas cosas en manos ajenas. Pero poco a poco se las van quedando con alianzas y presiones sobre la clase política que nos representa sin representarnos, y eso nos afecta a nuestra vida cotidiana, a nuestra libertad y a nuestro bienestar social.

«Solo hay un dios verdadero, y se llama don Dinero» Francisco de Quevedo.

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