Érase una vez una droga perpetrante, despótica y degradante. Una droga que nació enjuta y delicada a final de los años 20’s como consecuencia de la mayor catástrofe financiera de la historia: el crack de la bolsa de Nueva York. Esta droga creció y creció y se hizo poderosa como ninguna otra hasta nuestros días, y destroza vidas como ninguna otra, potenciada desde los medios de masas durante todos estos años, hasta hoy; esta droga representa la euforia, la alegría exacerbada, las ganas de vivir; representa la juerga y el goce con los amigos, el tardeo, la noche y la madrugada también; ampara las alegrías haciendo difusas las penas. Es la vida en su más pleno rendimiento. Te gusta, te encanta, te seduce, te llama, por la mañana, tempranito, con tu despertar, aromatizando de suave añil, ¿comprendes? Te acompaña en la comida y no es problema, te acompaña en la vestimenta y te encanta. Te sientes tan pleno en esos mometos: es un profundo y proceloso torrente de bienestar que recorre tus venas bajando como arroyuelos de pura felicidad circunstancial. Es suave y delicada, a veces, cuando cruza la garganta, o es ardiente e impetuosa, es el brillo por fuera, es la sinuosa sombra que acecha al despertar. Es el crudo golpe de realidad, el pernicioso veneno en tu sangre, es el mirarte al espejo y no encontrarte, sin poder escapar, sin poder huir.
Son tus demonios por dentro cuando se acaba, que te llaman, que te invitan a entrar.
Es la droga del “consumismo”, y crece y crece y todo lo devora. Es el apego por las cosas y el miedo a perderlas, la creación mental de la necesidad que nos hace esclavos de nosotros mismos. Una droga sutil, psicológica y cruel, que somete nuestra alma.
¿El alma, dices?
Aquello que brilla, sí, que da identidad y sustento a la vida emocional e intelectual; aquello que sustenta al amor.
¿El amor?
Eso que se esconde por entre las rosas, sí, eso que se deduce de entre las cenas psicorománticas, los brillantes regalos, los anhelos frustrantes de grandes viajes, los enlaces religioso-jurídicos, el papeleo vinculante, los hogares físicos: sí, eso que queda por debajo y es más profundo, que está construido de un mar cósmico de arquitectura emocional. ¡Emociones, sí!
Respirar.
Déjame respirar.
Cada vez más y más progreso, más cosas que comprar que me recuerdas CADA DÍA. Cada vez menos poder adquisitivo y promesas de izquierdas y derechas de empleo y de una mejora económica en un mundo tecnológico cada vez más frenético, más mecanizado, más automatizado; cada vez menos trabajo humano y por lo tanto menos plusvalía, menos capacidad para el gran Capital de transformar dinero en capital o de amortizar la inversión industrial, que lo lleva a un cajón sin salida en el proceso productivo, preso de sus propias contradicciones. Cada vez más deslocalización desde países subdesarrolladores hacia países subdesarrollados para solventar el problema dada la imparable acumulación y expansión del capital, cada vez más y más mano de obra globalizada, donde miles de millones de personas nos peleamos por ser explotadas en un sistema económico cada vez menos capaz de proporcionar empleo.
Erase una vez el sufrimiento…
¿Cuál es el origen del sufrimiento?
El apego, decía Gautama Buda. El valor. Porque cuando le das valor a una cosa le estás dando el poder para hacerte daño, no porque tenga capacidad de hacértelo sino porque tú le das ese poder. ¡Consumo! ¡Consumo!
Érase una vez el capitalismo en la crisis del 29 que tuvo un hijo: el “consumismo” para absorver al estrato proletario dentro de su sistema y así escapar del mal trago un tanto, solo un tanto, y este a su vez tuvo otro hijo llamado “clase media”, que falleció en 2008 y que no regresará.
Érase una droga feroz, despótica y degradante. Érase la necesidad, el sufrimiento, el valor del tener, el objetivo de 40.000 años de civilización traducido en el llegar a tiempo a una oferta de temporada. ¿Cómo era? Érase… érase una vez… No recuerdo cómo continuaba el cuento.
Ni si tenía fin.
Son tus demonios por dentro cuando se acaba, que te llaman, que te invitan a entrar.
Es la droga del “consumismo”, y crece y crece y todo lo devora. Es el apego por las cosas y el miedo a perderlas, la creación mental de la necesidad que nos hace esclavos de nosotros mismos. Una droga sutil, psicológica y cruel, que somete nuestra alma.
¿El alma, dices?
Aquello que brilla, sí, que da identidad y sustento a la vida emocional e intelectual; aquello que sustenta al amor.
¿El amor?
Eso que se esconde por entre las rosas, sí, eso que se deduce de entre las cenas psicorománticas, los brillantes regalos, los anhelos frustrantes de grandes viajes, los enlaces religioso-jurídicos, el papeleo vinculante, los hogares físicos: sí, eso que queda por debajo y es más profundo, que está construido de un mar cósmico de arquitectura emocional. ¡Emociones, sí!
Respirar.
Déjame respirar.
Cada vez más y más progreso, más cosas que comprar que me recuerdas CADA DÍA. Cada vez menos poder adquisitivo y promesas de izquierdas y derechas de empleo y de una mejora económica en un mundo tecnológico cada vez más frenético, más mecanizado, más automatizado; cada vez menos trabajo humano y por lo tanto menos plusvalía, menos capacidad para el gran Capital de transformar dinero en capital o de amortizar la inversión industrial, que lo lleva a un cajón sin salida en el proceso productivo, preso de sus propias contradicciones. Cada vez más deslocalización desde países subdesarrolladores hacia países subdesarrollados para solventar el problema dada la imparable acumulación y expansión del capital, cada vez más y más mano de obra globalizada, donde miles de millones de personas nos peleamos por ser explotadas en un sistema económico cada vez menos capaz de proporcionar empleo.
Erase una vez el sufrimiento…
¿Cuál es el origen del sufrimiento?
El apego, decía Gautama Buda. El valor. Porque cuando le das valor a una cosa le estás dando el poder para hacerte daño, no porque tenga capacidad de hacértelo sino porque tú le das ese poder. ¡Consumo! ¡Consumo!
Érase una vez el capitalismo en la crisis del 29 que tuvo un hijo: el “consumismo” para absorver al estrato proletario dentro de su sistema y así escapar del mal trago un tanto, solo un tanto, y este a su vez tuvo otro hijo llamado “clase media”, que falleció en 2008 y que no regresará.
Érase una droga feroz, despótica y degradante. Érase la necesidad, el sufrimiento, el valor del tener, el objetivo de 40.000 años de civilización traducido en el llegar a tiempo a una oferta de temporada. ¿Cómo era? Érase… érase una vez… No recuerdo cómo continuaba el cuento.
Ni si tenía fin.