Recuerdo aquel momento de hace ya más de un año. Aquella conversación que más se asemejaba a un monólogo que a un diálogo, por ser tan interesante. Yo sólo escuchaba.
Era una de aquellas sombras de recuerdo de hombres con muchas anécdotas a la espalda que cuentan a las generaciones de jóvenes como yo, como narradores de historias, cómo fue esto o lo otro.
Recuerdo aquel coloquio bajo un sol de condena a la sombra de una marquesina de chapa galvanizada. Había colgado boca abajo un jabalí muerto mientras un hombre de baja estatura me hablaba, goteando aún la sangre sobre una lona de plástico. Con su navaja «de toa la vida» , como él la llamaba —una de aquellas navajas de un solo filo extraíbles con mango de palisandro desgastado y rallado —, cortaba la gruesa piel del animal con la habilidad de quien está habituado a ello.
El destino y sus intrincadas vicisitudes acabaron por llevarme allí, a aquel momento con aquel hombre de campo de acento cerrado de aldea o de caserío, como mucho. De La Romana o La Romaneta o algún paraje de aquellos medio deshabitados entre colinas y sierras secas y peladas.
Antonio, se llamaba.
Un hombre común; un nombre común.
Una vida trivial, superficial, aquella.
Sin embargo, tengo muy metido en la mente aquella reminiscencia, indeleble, que he querido plasmar ésta noche para que quede constancia de ello.
—Eres cazador, ¿verdad, Antonio? —inferí mientras lo vi cortar con primor la carne del solomillo tras explicarme lo buena, aunque de sabor fuerte, era esa carne, y que a su señora no le hacía demasiada gracia por el pronunciado sabor que tenía, a diferencia de la del cerdo.
Encargado de cantera de mármol desde sabe quién cuantos años, Antonio tuvo tiempo de atezarse la piel en los días largos bajo el sol. Un mostacho tupido y entrecano escondía su labio superior; su cabello era escaso en la coronilla y pertinaz a los lados, y ello lo escondía con una gorra polvorienta y raída que esa sí que debía de ser «de toa la vida», pero de cuando las primeras gorras del mundo.
Un clásico.
La solera bucólica y rústica de estas sierras del interior. Y conociendo referencias y buenas palabras sobre él, tenía —y tengo —buen concepto de ese hombre: honesto y falto de maldad.
Es por eso que la historia sobre él mismo que me contó me afectó y nunca dudé de su veracidad, aunque se acercaba más al relato fantástico que a la realidad.
—Hace años que no cazo —dijo con su habla acelerada que a veces se tornaba incomprensible. Algo muy común por allí —. Me tiré más de veinte años cazando —prosiguió sin dejar de cortar la carne mientras mordisqueaba una rama de mijera, o segaisa, como él la llamaba, entre los labios —y me pasó una cosa que, desde entonces, ya no me dejó volver a matar a un animal.
Lo decía con el semblante serio, los aires de campero y el metro sesenta y pico que mediría, muy solemne él, perdiendo un instante los ojos en sus recuerdos arraigados que, como a mí en ese momento, le afectaron sobremanera, aunque en grado superior. Limpió la sangre de la navaja en un trapo de lino que no relucía de limpieza, pero que cumplió su función, pasando el cuchillo a un lado y otro de la hoja como un carnicero. Me miró con esos ojos negros muy juntos y pequeños, y continuó:
—Voy y mato un torcaz con la escopeta, «bang» —y lo contó no sin ademanes que hacían seguir la trayectoria de un arma de cartuchos y ánima lisa, imaginaria —, cae el torcaz al suelo y voy pallá a recoger la pieza. Y cuando la veo allí en el suelo me se planta otra paloma delante —aguzó los labios y perdió la mirada en el suelo como si las tuviese a ambas allí: una con el buche abierto y los órganos desparramados y la otra plantada con coraje delante —hincha el pecho y me mira como diciendo: si quieres coger a mi amiga, vas a tener me matarme a mí también.
Yo asentí abstraído y a él se le quebró la voz mientras lo contaba, muy sentido. Arrepentido, casi.
—Y no la cogí —acabó por decir, volviendo a hender su navaja en la carne roja del jabalí que paradójicamente pendía con los colmillos ensangrentados mientras hablaba el campero sobre el último cadáver que provocó antiguamente su mano —. Las dejé allí y ya no volví a coger una escopeta. Ahora cazan otros, y yo como.
No imagino una nobleza tan grande en un animal tan pequeño. Pero aquel hombre y aquel momento me hicieron pensar mucho. Quién sabe qué fue lo que hizo plantarse allí al pájaro, tan altivo y poderoso. Quién sabe por qué no huyó como otros, cuando escuchó el disparo.
Quién sabe, si quiera, si aquello fue real. Sin duda se lo contó a la persona indicada, pues me gusta escuchar las historias que algunos individuos tiene para contar. Me enorgullezco de creer que sí: que aquello ocurrió de verdad. Confié en su palabra y en la honradez y moralidad que tras el suceso extraordinario le hizo guardar para siempre el arma de caza en el armero.
Confío, de hecho, en que aquella paloma con valor inusitado existió por algunos años más tras el suceso, y miró y surcó el cielo sobre nuestras cabezas mirándonos soberbia y presuntuosamente, cagándonos encima y diciéndonos desde los pasillos de viento, ingenuamente: una vez os vencí, taimados animales, asesinos hijos de puta. Y volvería a hacerlo.
Carrito de compra
Buenas tardes, David:
Gracias por haberte hecho seguidor de mi blog. Voy a poner un enlace al tuyo.
Nos leemos.
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