Todas las criaturas del bosque le temían. Pero no tenían miedo al druida, quien nunca se dejaba ver, y rápidamente se escabullía por entre pasadizos secretos, ocultos en las raíces de los árboles milenarios. Nadie supo nunca, hasta entonces, cuál era su nombre ni su guarida ni su intención.
Pero todos conocían y temían a su fuego desatado.
¿Por qué lo hacía?, se preguntaban serpientes, súcubos y ondinas, ¿por qué prendía fuego al bosque donde él mismo vivía?
El druida caminaba siempre despacio, dando leves golpes a la piedra vestida de musgo, con su largo bastón. Portaba el fuego dentro, y a la vez era parte de él, pues era víctima de un hechizo; cuando durante días permanecía despierto, sin poder dormir, preso por el insomnio y el delirio, su fuego se iba de su control, e invadía el bosque que tanto amaba.
Él no quería hacerlo arder. Pero no podía dormir. Y su lucha contra el insomnio, que era al final, su problema más vital, le estaba debilitando.
Y pensaba, y pensaba, cuando se iba a su lecho de rama.
Y no podía a su pensamiento detener, que daba vueltas y más vueltas a las consecuencias de su fuego desatado, cuando yacía con los ojos cerrados.
Y de pronto un día, cansado, muy cansado, dejó de intentarlo; sabía que no podría parar sus pensamientos, así que intentó concentrarse en un recuerdo amado: a él mismo, por la orilla de la playa andando, con el mar besando la arena al ritmo de su lento respirar.
Y así, aquel día, consiguió al fin dormitar, y más tarde lo convirtió en técnica y estrategia contra su insomnio y su hechizo, que fue domado a su vez.
Y ya no hubo más noches en vela, no hubo bosques ardiendo hasta el amanecer.