El conde y el sultán

   Hace tiempo que quería visitar este lugar: el pino bicentenario y su “tierra fértil”. O L’ Alfàs del Pi, con su obra de arte, casi teatral, llamada el castillo Conde de Alfaz. Un espectáculo cuidadoso sobremanera en detalles, en suntuosidad y buenos profesionales.
   Entrando por la muralla exterior bloqueada por una barrera bicolor, me atiende un hombre con sobrevesta ceñida con un  cinturón de cuero y botas altas. Bajo la ventanilla mientras lo observo con atención. Me mira desafiante diciendo: «chaval, por aquí no se puede aparcar»
   Podría decirle: ¡Ha del castillo! y quedarme muy a gusto, si montase un alazán y esto fueran otros tiempos. Como no lo son bajo la música del reproductor y se apaga progresivamente la voz luctuosa de Adrés Suárez.
   -¿Al desafío medieval? -me pregunta como leyéndome la mente, y me reconduce con amabilidad forzada, con aspecto de llevar muchas horas allí de pie.
   El castillo se sitúa dentro de un parque temático con piscinas, toboganes, chiringuitos y casas prefabricadas de madera en pleno tumulto de gente. Mientras camino por el paseo agradezco el detalle de las vestimentas medievales tan a juego de los trabajadores. Y como aún falta media hora para entrar al espectáculo, me hago un mojito insulso en un gran salón con blasones y pendones en las paredes y un estanque de agua cobriza al fondo.
   Un cuadro encantador. Ambientado, vamos.
   Llega la hora y me planto ante el castillo entre palmeras y granados. Suspiro ante las torres con techo cónico que se ven sobre el muro con enredaderas y sobre el portón, y atravieso un puente levadizo que cruza el foso de agua verde.
   Una vez dentro junto a los demás turistas somos atendidos por doncellas y caballeros.
   -Pasad por aquí -dice una de ellas, ataviada con un vestido de terciopelo carmesí con brocados y pasamanerías -, tomaos una copa de champán.
   Cuidan el detalle, como digo.
   Un caballero muy serio, de porte honorífico y aires de soldado veterano cansado de matar moros -muy metido en el papel, el hombre -, con las manos puestas en las caderas, cuida las puertas a lo cancerbero. Va vestido como si fuese a asaltar las murallas de Ávila, me digo, y resulta que es de lo más simpático cuando me acerco a hacerle una foto, embelesado por sus ropajes.
   Y si aquella vestimenta cristiana me sorprende, es porque aún no había visto al sultán de los alfarís moros que viene a recogernos. Él nos explica -en tres idiomas diferentes-, con ademán despreocupado y taconeo casi marcial, lo que vamos a hacer durante la exquisita velada. Es un advenedizo alto vestido con telas suntuarias oscuras, bordadas en oro y colmadas de brillantes, hombreras con cadenillas, cinturón y corona de oro sobre el turbante. Y bajo él se esconde un hombre agradable, argelino de nacimiento -descubro -pluriempleado y lenguaraz, con la tez más pálida que la mía -observo a pesar del velo que cubre la mitad de su rostro-. Y él mismo nos alenta a adentrarnos en el castillo por salones y cuadras, pasando por el palenque que hará las veces de sala para la cena.
   Martini blanco, por favor -por no volver al champán, y a falta de Legendario o Frangelico. Y así espero con barra libre en la discoteca mientras nos preparan los trajes con los que nos aviarán a todos los “VIP’s” -moros o cristianos, según toque, al azar -para desfilar como el séquito del conde de los caballeros o como el del sultán de los alfarís. Y bien ataviados nos dejan con aquellas telas tan bien manufacturadas, ricas en bordados y detalles como los trajes de los profesionales.
   Ya vestidos y medio azumbrados desfilamos por entre las tablas del palenque pisando la arena a la vista del público sentado en las sillas-gradas, sable al hombro, mientras los actores cabriolean con sus caballos, tan gallardos, tan galantes. Tan dignos de ver.
   Es una gran iniciativa la que allí comenzó con aquello de hacer participar al público, pienso mientras me siento como uno de aquellos moros caminando a paso militar con la mente fija en matar a algunos infieles, o en morir en el intento.
   Una vez finalizado el paseito por la arena en la que caballos y banderas ya corretean ansiosos, guardados los opulentos trajes, volvemos a la sala del palenque y me siento en la primera fila. Entra un carruaje con antorchas a la arena mientras lo hago, y con él montan un espectáculo de magia al más puro estilo de David Copperfield pero con tintes subrepticios y oscuros de brujería demoníaca.
   Sublime.
   Sopa de pescado. Pollo y patata asada, cuanto quieras. De bebida sangría o cerveza, la que quieras, sin medida. Buena estrategia, pienso.
   Ya que estamos ahí puestos para animar, siendo de la primera fila, es una buena idea aquello de la barra libre previa al espectáculo, pues enardecidos los ánimos, acalorados los semblantes lo damos todo rompiendo en vitores y aplausos a nuestro bando -el de los moros en mi caso -que lucha por la victoria en un torneo a lo medieval montados sobre caballos de pura raza; pruebas de habilidad con martillos, lanzas y espadas mientras cabalgan, etc. Todo muy digno de ver.
   El conde de Alfaz, anfitrión del sultán pluriempleado y argelino de la entrada, con una prosodia y dicción más que perfecta admite la derrota de los cristianos en las pruebas a caballo y admite como vencedor al príncipe moro, hijo de su anfitrión que, aún sudoroso, coge una jarra entera de cerveza y se la echa encima sin recato, a lo antiguo, a lo sórdido de taberna.
   Rompemos en vitores de nuevo.
   Y llega la mejor parte.
   Así comienza una experta coreografía de lucha entre los adeptos de la cruz y los de la media luna, que no deja de sorprenderme. Salta la arena bajo las botas y se lanzan espada en mano, «cling», «clang», cae un cristiano que viste como aquellos caballeros prestos para la batalla: camisón de lino, gambesón y sobrevesta escarlata con ribetes blancos y una cruz de Santiago roja bordada en el pecho. Se revuelca por el suelo y coge otra arma: un mengual con una bola de plomo con púas, una alabarda, un escudo de hierro. Da igual, el caso es batallar entre ellos mostrándonos así el modo de lucha en cada modalidad. Es un baile perfecto de pies, unas tesituras sufridas y reales, unos ademanes de auténticos guerreros medievales.
   Retrocede un moro con mirada cauta bajo su turbante negro, toma su espada, escupe al suelo. Se balancea así, de un pie a otro y espera el ataque. Qué gran profesionalidad. Realista donde los haya. «Cling», «clang».
   Ganan los cristianos, claro, pero de una forma sutil que nos hace ganar a todos. Alguien debió de calentarse mucho la cabeza, pienso apreciando la genialidad del asunto, pues el moro que aún quedaba en pie destapa su máscara de insidia y muestra su verdadera identidad: un traidor que escupe ante las ordenes de sus líderes. Con trampas transgrede las normas y se enfrenta incluso a su príncipe, reta al talante avivado de su sultán. Es decir, que cuando muere de la espada de un cristiano, todos ganamos. Genial. Bravo. Un aplauso para el creador, para el promotor, para los actores, pajes de cuadra, para el conde de parla perfecta y el sultán mundano y pluriempleado, para el chaval que hace de Mariscal de campo que aún no ha dicho nada ni lo va a decir, que ni ha bajado del caballo pero mantiene su porte solemne y su espada en alto para dar sus ordenes tácitas. Un aplauso para todos ellos, incluyendo los caballos de pura raza.
   Bravo.

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