Al pueblo de Rom

   Aún es oscura la noche mientras cantas, criatura de ojos rasgados, de honda mirada, de alma libre. Hay en ti un bello fulgor que clama por salir rompiendo las cadenas de esta condicionante sociedad. A ti te escribo estas palabras, gitano de la raza calé, gitano de España.
   La Sociedad, así: con mayúscula, es sinónimo de civilización tal y como la conocemos, adscrita al postmodernismo filosófico en el que nos hayamos que nos grita a la cara impetuosamente que podemos no tener la razón, que no hay verdades absolutas sino una multiplicidad de ellas según donde uno se plante y se pregunte sobre la realidad.
    Esta sociedad es enemiga de la Libertad en la medida en la que uno se muestra diferente —como decía el ilustrado británico John Stuart Mill —, es opositora del que rompe tabiques entre sus casas para estar junto a los suyos, del que canta en la calle hasta las tantas de la madrugada al abrigo de las estrellas, del que comprende las miradas como expertos psicólogos y vaticina con ellas el futuro, del que conversa con los caballos con mágico talento y los gobierna, del alma errante que vaga sin destino por la Tierra, que no gira en torno a nuestros sistemas de trabajo europeos, que no participa del capitalismo, que no quiere integrarse pues “civilizarse”, desde su punto de vista, es vender sus creencias, su cultura, sus tradiciones ancestrales, sus verdades que han arrastrado por medio mundo.
   Al viajero romaní que vino desde la India pasando por Egipto y por los Balcanes, hacia Europa, y fue golpeado allá donde fuere por un millar de prejuicios; al zíngaro que echó raíces como pudo en Hungría, al calé que lo hizo en una España intolerante y llegó para quedarse, y trajo consigo los mágicos relatos y los cantos y los volantes con lunares y las palmas y las guitarras punteadas y los rápidos acordes y los taconeos y el folclore flamenco a través de Flandes; al gitano, alma de España, que es rechazado por las críticas de los civilizados, quiero tenderle hoy la mano para decirle: “yo no voy a juzgarte”. E invito a los demás a no hacerlo. Pues en este juego de juzgar a los demás, todos perdemos, y se empobrecen las personas y las sociedades, y las minorías se recluyen en sus costumbres y comienza la dualidad entre el temor y el odio por lo místico e ignoto, y luego los cuentos e hipérboles que justifican los prejuicios, partiendo del que susurran los tiempos sobre que robaron los clavos de Cristo por hojalateros, y luego el de que son brujos y tramposos prestidigitadores, hábiles de la superchería y el engaño.
   Pero aun no se comprende las duras condiciones de vida que ha tenido el antiguo pueblo de Rom por el delito de no encajar en nuestro concepto de sociedad, por tener un código de conducta que no comprendemos. Y la Historia nos cuenta de las continuas deportaciones, persecuciones, apresamientos y crueles masacres contra ellos con total impunidad internacional. Y hay quienes afirman severamente, hoy en día, que es toda ella una etnia de ladrones y son convergentes de lo ilícito, de los excesos, de la promiscuidad, de los vicios más deleznables, que sus costumbres son salvajes, que son intolerantes, que están anquilosados en el pasado…
    Intolerancia. Eso veo precisamente.
    Y siendo cierto que hay quien se aboca a la criminalidad, ¿es esto motivo de crítica o consecuencia directa de quinientos años de hacerlo constante, individual e institucionalmente?
   Yo recluyo esta caza de brujas interna en mi más profunda y custodiada mismidad, en contra de lo que la sociedad hizo de mí para que desarrollase mis recelos, e invito a hacer lo mismo; yo me quedo con los hermosos versos de Federico García Lorca de la Generación del 27 denunciando la injusticia racial contra este pueblo profundo, sabio y libre: el pueblo gitano de nuestra España.
   Y así podré decir a la interperie, desatado de esta serie de antiguos prejuicios, que mi alma es libre también.

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